11.03.2010

El crimen perfecto

(Cuento inédito)

Se quedó mirando por largo rato el revólver encima de la coqueta. Era un calibre 38 de cañón largo. Mientras Fausto Rosario observaba el arma, reflexionaba sobre su vida, el vacío que lo ahogaba, el destino incierto al que tenía que enfrentarse diariamente en ese mundo de miserias, de rutinas insostenibles, donde los días pasaban siendo uno el reflejo del otro. Arrastró durante años dolor y sufrimiento. Se acababa de poner el uniforme de policía, limpio, nítido, y se roció la colonia por el cuello. Se encajó el arma, se ajustó el kepis, mirándose al espejo.

Dos días después de cumplir veintiséis años estrenaba su raya de cabo. Cinco años largos había esperado para el ansiado primer ascenso. Su madre lo cuidaba con todo el esmero que podía, junto a otros tres hermanos menores, dos varones y una hembrita, huérfanos estos últimos de un padre que había sucumbido a los estragos del aguardiente. Durante quince años, desde que vinieron del paraje El Corozo en el sur profundo, habían vivido ahí en el barrio El Conquistador, en la misma casa humilde donde ocupaban dos piezas, en ese barrio sin destino posible, al amparo de una disciplina materna que estiraba con sangre hasta el mínimo centavo. Su padre había abandonado a su madre y ella se trasladó con su hijo único a la capital. Allí se juntó con un hombre que murió tirado en el arroyo. Los niños varones, entre diez y quince años, alternaban su asistencia a la escuela, en el mismo barrio, con trabajos en la calle: venta de periódicos, un balay de canquiñas.

Cuando salió a la calle para dirigirse al cuartel general, se encontró en la esquina con su primo hermano Antonio Patrocino que, sentado en un banco en una pequeña plaza que estaba por allí, parecía muy sumergido en sus pensamientos. Ambos habían venido juntos del mismo pueblo y eran muy amigos y tenían la misma edad. Antonio vivía en casa de una tía, unas calles más arriba de la casa de Fausto, y al igual que éste sufría de una aguda opresión. “Hola, Antonio, qué haces”. “Nada, aquí pensando, mientras te esperaba”. “¿En qué piensas?”. “En las cosas de la vida. Vengo de casa de Tomasa, me coló café y me leyó la tasa”. “¿Y qué te salió, además de la rima?”. “La misma mierda de siempre”. “Nos vemos esta tarde, cuando venga del cuartel”. “Nos vemos, primo; tenemos que concluir sobre lo que hemos venido hablando en los últimos días”.

Por la tarde, a la cuatro y media, se encontraron en la misma plaza donde se habían visto en la mañana. Se fueron a la casa de Fausto Rosario, éste cogió una lata de agua que su madre le tenía preparada, se dio un baño en la caseta que había en el patio, que servía de baño y de sanitario a la vez para toda la cuartería, se puso ropa de civil, se ocultó el revólver por debajo de la camisa y salieron al barrio, que olía a orines rancios, a caca seca, a mugre, a agua podrida posada en hilos verdinegruzcos en los contenes rotos. Caminaron por la calle que va al río. Los abrasaba un calor insufrible. “¿En qué has pensado, Antonio?” “Ya tengo el lugar y el hombre”. “¿Dónde?”. Se sentaron muy juntos sobre una piedra enorme, cerca de la orilla del río. Miraban para los lados temerosos de ser oídos, a pesar de que no había nadie al alcance de sus vistas. Estaban tramando un plan. ¿Quién convenció a quién de que debían dar ese paso peligroso? Ninguno, en realidad. Ambos estaban conscientes de que tenían la obligación de salir de ese estado de miseria en el que se encontraban entrampados. Ese era su tema diario, bien argumentado.

Eran jóvenes que habían cultivado la lectura. Discutían, analizaban, reflexionaban sobre lecturas comunes. Uno de los personajes de la literatura que más les llamaba la atención era Raskolnikov, aquel héroe de Fedor Dostoyevky, tan trágico, tan conmovedor, de la novela “Crimen y castigo”. Le criticaban a Raskolnikov el haber tenido que llegar al crimen, después de ser motivado por razones entendibles. En todo caso, analizaban, si se vio obligado a cometer el asesinato, tenía que tener valor para resistir las consecuencias morales, no aflojarse ante el crimen consumado. El razonamiento que llevó a Raskolnikov al hecho, tenía que darle valor para enfrentarse a la persecución de las autoridades, no a doblarse por razones éticas. ¿Qué son las autoridades si no el cuerpo represivo de los poderosos? La única redención posible a la que tenía que acudir Raskolnikov era al olvido sin remordimientos y a cumplir para su bien y el de la sociedad los objetivos que lo motivaron a robarle a una avara, parásita irredenta, cucaracha sin derechos de ninguna especie.

Así discurrían los días de los dos jóvenes, dándose valor, justificando la acción que estaban planeando. Los sentimientos de culpas anticipadas, la posible cárcel y sobre todo la vergüenza ante su madre y el abandono en que ésta quedaría junto a sus hermanitos, detenían por momentos el impulso razonado de Fausto Rosario. Trataba de no transmitirle sus sentimientos de duda a su primo, pero no dejaba de percibir en él, en ciertos silencios, un dejo de ansiedad, algo mortificante.

“Me dijiste que has hecho las investigaciones de lugar, primo. ¿De quién se trata?”, le preguntó Fausto. “De un comerciante de la peor calaña. Usurero, contrabandista, de la alta sociedad; hace toda clase de negocios sucios con funcionarios del gobierno: recicla las mercancías que les vende a sobreprecio. Las transacciones las hace en su propia casa. Alguien que ha hecho negocios con el sujeto me lo ha informado. Mi informante está dolido porque lo engañó”. “¿Cómo tú consideras que debemos actuar?” “Me he dedicado en los últimos días a investigar la casa. Llega con su mujer a eso de las ocho de la noche en su Mercedes y el chofer se va al rato. Su mujer es una rubia árabe, tan usurera y comerciante como él, se encierran y no vuelven a salir. En la casa trabajan dos sirvientas, que a esa hora están ocupadas en la cocina preparando la cena. Tienen dos niños de doce y catorce años que siempre están encerrados en sus cuartos. Salen cuando llegan sus papás y enseguida vuelven a encerrarse. Oye lo que he pensado. Tú me harás las observaciones de lugar. Pero antes te quería decir que estoy a punto de conseguir un fusil Cristóbal, que no sirve pero que si se limpia y se lustra puede aparentar como bueno. Es una de esas armas de cuando la revolución de abril que alguien escondió y que terminó oxidándose en el fondo de un aljibe abandonado, al menos servirá para asustar”. “Coño, primo, tremendo trabajo”. “Oye ahora cómo yo creo que debemos entrar a la casa. Cuando el chofer se vaya, penetramos por la marquesina hasta el fondo, por ahí se entra a la cocina, encañonamos a las sirvientas, las amordazamos con tape, las amarramos e inmediatamente vamos a la sala o a la habitación, donde sea que se encuentren los esposos, y los obligamos a que abran la caja fuerte.” “¿Nos cubrimos la cara?” “No es necesario. Del susto que se van a llevar, se olvidarán para siempre de nuestros rostros. Además, con estas caras de mulatos nosotros nos parecemos a todo el mundo. Necesitamos conseguir una motoneta, de esas de mudanzas que se alquilan en el Mercado Nuevo, en la cual vamos a llegar y a escapar.”

Pasaron tres semanas en las que se reunían todos los días, siempre a eso de las cuatro y media de la tarde. Generalmente se metían al cuarto de Fausto, donde se trancaban con llave con el pretexto de estudiar inglés. Finalmente, cuando ya tenían todo preparado consideraron el día y la hora más conveniente para actuar. Habían comprado un estuche de violín para meter el fusil Cristóbal, el cual había quedado como nuevo, así como un bulto para trasladar el dinero. Considerando los posibles riesgos, Fausto Rosario razonó que una vez en el barrio con el dinero, sería imposible dar con ningún rastro de ellos, debido a que como no tienen ficha, aunque el comerciante denunciara el hecho a la policía, ésta lo que haría es enseñarles todo el muestrario de fotos de delincuentes fichados. La policía no pasa de ahí, salvo que los perseguidos cometan errores elementales.

Fue así como llegó el tan ansiado día en que la trama se iba llevar a cabo. Habían planificado todo con meticuloso orden. Sus elucubraciones y fantasías con la fortuna que conseguirían eran muy grandes. Habían determinado que esconderían el dinero en el cuarto de Fausto, en el fondo de una caja de herramientas de doble división que él tenía a buen resguardo con un candado y a la que le pondría otro candado más. Se comprometieron a no ponerle la mano ni a un centavo hasta por lo menos dentro de seis meses. De esa forma escamotearían otra de las tácticas policiales, que consiste en husmear en los barrios pobres averiguando en las barras quién está gastando más dinero de la cuenta, valiéndose además de los cueros y chivatos que tienen a su servicio distribuidos en todos los barrios.

Fausto Rosario tenía ese martes libre. Había cobrado su miserable sueldo de cabo y se lo entregó casi completo a su madre. Pensó que de ahí en adelante las cosas serían diferentes. Su madre le guisó un pollo para el almuerzo, que compartió con su primo. Fausto estaba indistintamente feliz y triste, y con una intranquilidad que no escapó a la observación de la madre, que le preguntó qué le pasaba. El la abrazó y le dijo que nada. Miró a su alrededor y pensó que ese estado de necesidades en que vivían su madre y sus hermanitos estaba a punto de cambiar. Ese era su sueño. Otro de sus sueños era casarse y tener familia, cosa que había postergado para no abandonar a su madre.

En la prima noche tenían todo preparado. La motoneta respondía bien. La habían probado durante el día. Había llegado la hora. Patrocino conduciría la motoneta. Con mucha cautela, sin violar ninguna ley de tránsito, se dirigieron del barrio al escenario de los hechos. Ahí estaba, soberana, la residencia del acaudalado comerciante. Esperaron en una calle cercana a que apareciera el Mercedes. Fausto miró su reloj de pulsera; ya eran las ocho. Al rato entró en la marquesina el hermoso carro negro. Veinte minutos después el chofer prendía su motorcito honda aparcado dentro del jardín y se iba por la avenida hacia arriba. El biscocho estaba servido, sólo había que tomarlo y saborearlo.

En el momento en que le metió el cambio a la motoneta para dirigirse a la casa, vieron que un carro entraba a la marquesina, del que se desmontaron dos hombres. Los vieron entrar por la puerta de la sala. Parecía que los estaban esperando. Fausto Rosario se estremeció del susto. Esperaron cerca de media hora, y en vista de que los dos hombres no salían decidieron retirarse, para no despertar sospechas. “De seguro esos entraron a hacer una transacción de negocio sucio. Hemos tenido suerte”, dijo Patrocino. Y agregó: “Por poco nos encontramos con esos hombres ahí adentro”. “Dejemos esto para otro día”, dijo Fausto. “Sí, dejémoslo para otro día”, le contestó Patrocino. Y, extrañamente, ambos jóvenes se mostraban felices por haberse frustrado el atraco.

Regresaron al barrio, y como si fueran a celebrar su liberación de la cárcel, se metieron a una barra a beberse un pote de ron Se habían quitado un gran peso de encima. Sin comunicárselo con palabras, ambos parecían estar de acuerdo en que no volverían a intentar el asalto. “Y ahora, Fausto, ¿qué voy a hacer?” Había impotencia y desesperanza en su expresión. “Engancharte a la policía, después veremos”. “Mañana mismo hacemos la diligencia”. Ahí estaba el barrio, vibrante y podrido dentro de sus miserias: un centauro que los esperaba para devorarlos.

10.14.2010

Los que falsificaron la firma de Dios

La publicación de mi novela “Los que falsificaron la firma de Dios” cumple dieciocho años. Para 1993, un año después de publicada, el notable crítico literario Pedro Conde Sturla escribió el artículo que más abajo se transcribe. Lo hago porque en el mismo se descubre, con sólida vigencia, un cristal de los hechos de todos nuestros padecimientos históricos. Hace dieciocho años gobernaban sobre la República Dominicana los que falsificaron la firma de Dios; durante siglos se han adueñado del país los que falsificaron la firma de Dios y hoy, como nunca antes, se han ensañado sobre todo el territorio nacional una “galería de cáfilas” corruptos, que al igual que los peores dominicanos han falsificado la firma de Dios.


El huracán Viriato

Por  PEDRO  CONDE  STURLA

Lo de Viriato Sención no tiene madre. Ha escrito una novela que se nutre del pasado reciente. Un pasado tan reciente que la mayoría de los personajes están vivos, y coleando. Tan vivos están que ya han comenzado a amenazar de muerte al autor por la narración de sus hechos, a pesar de que son tan autores de los hechos como el narrador mismo.

Para peor, Viriato Sención no sólo escribió novela, sino además escribió una buena novela. Una novela buena, apasionante, con ciertas limitaciones expresivas y grandes logros narrativos.

En el empleo de los tiempos recuerda a Vargas Llosa, y un poco a García Márquez en la construcción de ciertos personajes. Los monólogos en la voz de Santiago Bell, evocadores de cuadros plagados de sucesos y fantasmas familiares, traen en la memoria el lirismo de Pedro Páramo.

Para decir algo simple sobre una trama compleja, la novela es un descenso al infierno de las buenas conciencias, precisamente al infierno de los que falsificaron la firma de Dios, incluyendo quizás al autor. Junto a los inocentes desfilan guardias y carceleros, curas predicadores y farsantes, tiranos y tiranuelos de toda laya, gobernantes y custodios de una razón de Estado ejercida en nombre de una entidad superior.

Dante lo había hecho anteriormente, allá por el siglo XIV, en la “Comedia” que la posteridad llamó Divina. Dante, a su manera, fundó el neorrealismo antes que los cineastas franceses e italianos. El neorrealismo, sí, esa forma de arte que se alimenta de la historia corriente y moliente, la historia inmediata, la epopeya de la cotidianidad. Esta forma de arte o de esa corriente literaria de la historia. Acaso “El Ingenioso Hidalgo” no es radiografía despiadada de las llagas morales de la España de su tiempo?

A partir de estos antecedentes ilustres, hay que felicitar a Viriato Sención por haberse metido a novelar en el traspatio de la historia; sus personajes, sin duda, lo merecen. Es más, quizás sea esa la única condena o recompensa que reciban en este reino del crimen impune gobernado por la letra muerta de las leyes. Si algún castigo puede dar la inteligencia a la vagabundería homicida y cleptocrática es el castigo moral, inapelable por los siglos de los siglos. Allí están, por ejemplo, en la novela “Galíndez” de Vásquez Montalbán, toda la galería de cáfilas participantes en el rapto y homicidio del famoso vasco. Desde luego que hay curas entre ellos, militares torturadores y calieses, al igual que el Dr. Ramos de la novela de Sención, pero con su verdadero nombre.

Ahora bien, la urgencia dentro de la emergencia es preservar el talento de Viriato, preservando su vida. El bárbaro que pidió sancionar a Sención, excluyéndolo de la chimiferia del libro, igual sería capaz de condenarlo a la hoguera. Y lo peor que sancionar a Sención, aparte de arbitrario, sería cacofónico. No olvido, por otra parte, que por menos de lo que ha dicho Viriato Sención se perdió Orlando Martínez, siendo presidente de la República el mismo Dr. Ramos de la novela de Sención.

9.20.2010

Patricia en el fondo de la memoria

(Un relato inédito)

El anciano viene de lejos. De un tiempo y un lugar que no los puede descifrar la memoria del hombre. Se ha quedado frente al parque de su pueblo. Cruza la calle caminando lentamente, hacia donde lo esperan infinitos recuerdos acumulados: en ese jardín, en el que todavía se cultivan rosas rojas; en los amplios corredores, donde, florecidos, se elevan robles centenarios; más allá, en aquel banco, en el que alguna vez esperó un amor impaciente, de inciertas expectativas, de agujas que aún corroen su viejo corazón.

El anciano avanza, y al cruzar cerca de la fuente sus oídos perciben el murmullo de una corriente de agua antigua. Allí se detiene y mira. Por la boca de un desconocido león se derrama agua fresca y nueva que a él se le antoja, por el timbre, la misma agua desde cuyo entorno, hará años incontables, recibió la primera llamada del amor. Semidesnudo, un vagabundo se baña en el agua de la fuente.

Era un pueblo iluminado de rosas; y de campanas amarillas la galería de su infancia. El nítido bronce del campanario convocaba al amor: la sensualidad del incienso, el armonioso armonio moviendo sus teclas al embrujo de los dedos de Titina; del coro bajaban ángeles en cánticos a la Virgen de mayo, y más allá, enroscada en su alma, invisible bajo las rejas de su mantilla blanca, Patricia, a punto de abrir su boca rosada para recibir el cuerpo del Señor. Y en su mirada, en su sonrisa, en todo su rostro resplandeciente, él era su dueño y su señor.

Afuera estaba el cielo limpio de su pueblo, los árboles del parque con su olor a domingo, con los trinos del domingo entrelazándose entre las ramas, y debajo de los árboles del parque de su pueblo su mano tejiéndose en la mano de Patricia, como se tejen los nervios del corazón y del amor.

El anciano sigue caminando hasta el otro lado del parque. Ahí lo espera, invariable, el viejo bar de su infancia, con su techo de ladrillos rojos, su amplia entrada y en el fondo, después del salón de baile, el cobertizo con su hilera de mesas toscas y las sillas con sus asientos tejidos de guano. Hacia allí sigue el anciano, como guiado por un sabor antiguo. Busca algo que sólo él conoce. Mira para todos los ángulos y, como un animal que da vueltas alrededor del lugar en el que ha dejado su marca, termina sentándose. Pide que le sirvan aguardiente en una copita de grueso cristal, de las antiguas. Se la trae la única persona que atiende el establecimiento. El anciano lo observa. Le pregunta cómo se llama. Es Ambrosio, su amigo de travesuras juveniles, ahora tan viejo, irreconocible. Este no recuerda al anciano, que desvía la mirada; no quiere entablar conversación con nadie. Debe pasar desapercibido, sólo concentrarse en sus recuerdos, en su primer amor, que se le desdibuja en el fondo del tiempo. En estas cosas que sólo pertenecen a su memoria, a su vida y a su muerte.

Desde la mesita donde se ha sentado observa, al fondo, a través de la puerta del bar, la fachada de la iglesia, su pórtico, las escalinatas de amplio regazo, el viejo pino que crece a su derecha, donde tantas veces esperó a Patricia a la salida del rosario. Y Patricia se le revuelca en su memoria, en esos besos furtivos que arañan desesperadamente el corazón, elusivos, intensamente fugaces. Algo se le pierde en el laberinto de sus recuerdos. Sale al frente del bar, va hacia el parque; en cada Elemento busca el eslabón perdido. Camina por las calles desiertas, y al doblar una esquina ve aquel balcón, en que alguna vez lo esperó la mirada de Patricia, la mano que se extendió al vuelo de la noche…y la mirada y la mano suave como la seda se escurren y se difuminan para siempre, y ahora, infinitos años después, los busca como se busca a Dios, en cada cosa que se mueve, en la existencia de todo aliento de vida o de muerte o de última esperanza.

Embrujado de recuerdos, más allá de la memoria, regresa al bar; allí está su mesa, su silla de guano, su copita. Está Ambrosio, mucho más anciano que unas horas antes, una figura antigua que se desdibuja en la penumbra que se va adueñando del pueblo. Pasa un rato largo y el anciano se ha dormido; cuando despierta el bar está cerrado, el viejo Ambrosio se ha esfumado. Sobre las sillas de guano parece estar cayendo una noche de tiempos infinitos. Tropezando por entre las sillas, el anciano logra salir a la calle por el callejón que está detrás del cobertizo. Llega al parque y se sienta en un banco de madera, debajo del viejo laurel de su infancia. Se presenta una brisa que va y viene, como un niño travieso que estuviera correteando por los corredores del parque. Es una brisa antigua y nueva que no la maltrata el tiempo; que, como el lucero de la mañana, que ahora lo contempla, discurre sin transcurrir, eterna. Porqué, piensa, no se hizo eterno ese instante en que Patricia, camino de la iglesia, le regaló su mirada y su sonrisa, y él le entregó su vida; todo tan fugaz, tan efímero, que hasta en el recuerdo ahora se pierde. El parque se le llena de sol y el almendro se le llena de sombra. Y él se estremece de una felicidad que se le escurre, como una gota de lluvia entre la lluvia… y pronto vendrá la muerte, que con su mano, sutil y dilacerante, todo lo borra del escenario de una vida de representaciones que tal vez existió.

8.09.2010

Narciso, un hombre que merece respeto

Yo no milito políticamente al lado de Narciso Isa Conde. Sé que los años me han acobardado. Esta vejez achacosa y con pocos recursos me conduce a la mecedora, a la palabra, que es mi único instrumento de lucha. Y ni siquiera con la palabra puedo contar mucho, pues los medios tradicionales se me niegan, viéndome obligado a recurrir a los alternativos, y en último caso a mi Blog, refugio final de mi libertad. O a la publicación, como pueda, de mis novelas, en las que ningún intruso puede meter la mano. Y así voy consumiendo mis últimos años de vida.

Hay una cosa con la que no transijo: con la paz de mi conciencia. No permito que nada perturbe mi sueño, mi sagrada almohada. Así veo la luz de la mañana con tranquilidad. Porque si de algo vivo enamorado es de la mañana, ahora que comprendo el crepúsculo de la tarde.

Yo escribí en mi novela “El pacto de los rencores” que Narciso Isa Conde es el político dominicano vivo más ilustre, que coherente, valiente, por encima del vendaval de los sonrojos ha sabido mantener viva la esperanza liberadora del pueblo dominicano.

Hay un viejo y acertado adagio que dice: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Partiendo de ese principio observo que los enemigos de Narciso son periodistas deformados por la corrupción, como uno al que le dicen El ratón o algo así, a intelectuales frustrados y desfasados como Aquiles Julián, que parece haber sustituido al bonillita de los años sesenta, con menos porte; al general de luchas asesinas con gente indefensa, Guzmán Acosta o Fermín o qué sé yo, heredero en línea directa de los viejos criminales balagueristas, a los que Narciso tanto ha combatido; enemigos de Narciso son los esbirros colombianos y el histórico imperio que invadió y mancilló nuestro suelo en dos ocasiones, 1916 y 1965.

Amigos de Narciso son los periodistas más dignos del país, como Nuria Piera y Juan Bolívar Díaz; son los dignatarios más progresistas de América, son aquellos guerrilleros colombianos que sostienen, gústenos o no, una guerra valiente y sostenida en contra de un sistema que consideran injusto y un ejército extremadamente represivo y corrupto.

Amigos de Narciso somos tantos dominicanos, que aunque no nos lancemos a la calle con él a recibir las patadas y los palos de la policía criminal y cobarde, al menos observamos como niños asustados, con pasmosa indignación, estos actos de naturaleza asesina y definitivamente reprochables.

Narciso merece respeto de nuestro pueblo y de nuestras instituciones, como el homenaje que le rindió la Universidad Autónoma de Santo Domingo recientemente. Como el que le rinden permanentemente los hombres y mujeres con sentido del honor y la vergüenza.

8.02.2010

Una historia muy larga de contar

—2 de 2—

Una extraña muchacha campesina se acerca a las rejas de la casa de la madre del presidente Leonel Fernández Reyna, doña Yolanda Reyna, de quien exige la atención debida bajo el alegato de su condición de sobrina suya.

Hace unos cuantos años, el lingüista Diógenes Céspedes acusó de nepotismo al presidente dominicano Leonel Fernández Reyna. Fue una acusación muy bien fundamentada, escrita en la sección literaria del periódico El Siglo, ya desaparecido. En su primer periodo de gobierno 1996-2000, los dos padres de Leonel Fernández ocuparon altos cargos oficiales. El rumor público consideró que ambos señores metieron las manos sin compasión en las árganas del Estado.

Yo escribí un artículo en el mismo periódico en el que atenuaba un tanto tan severas acusaciones, partiendo del hecho de que todos nuestros presidentes han adolecido de semejante enfermedad. El nepotismo es un padecimiento histórico.

Me dolió menos el comportamiento nepótico denunciado por Céspedes, que haber comprobado que tal hábito no alcanzara a la pobre Isabel Rodríguez Reyna, presunta prima hermana del presidente Fernández, y por tanto sobrina de su madre, Yolanda Reyna. Eso sí me molestó. Aquí va la historia, que conozco muy de cerca.

Una tarde de junio de finales del siglo pasado, hospedado en casa de mi hermana en un viaje que hice desde Nueva York, mientras disfrutaba de una siesta en el segundo piso, me despertó una conversación en tono alto de cuyas voces reconocí la de mi madre y la de mi hermana; había otra voz de timbre claramente campesino, que me llamó poderosamente la atención por su contenido humano y desgarrante. Desconocía esa “voz que clamaba en el desierto”. Curioso, bajé inmediatamente hasta la cocina, donde discurría el triálogo al amparo de humeantes tazas de café ocoeño, y así pude enterarme de una triste y curiosa historia.

Por allá por la década del treinta del siglo pasado, un señor de nombre Violín Reyna, que había cometido no sé que desmanes en las vecindades de Bonao, se le escurrió a las autoridades y se escondió en las lomas de Monte Bonito, paraje de Rancho Arriba en San José de Ocoa. Las autoridades mandaron una patrulla que durante semanas buscó y preguntó por el paradero del fugitivo, pero el hombre se había hecho polvo entre esos montes; y cuando unos años después vino el olvido, reapareció convertido en cacique trujillista. Había adquirido una finca de café y se instaló en el poblado de Rancho Arriba, con una buena casa y una mujer rubia, que sería una de las quince o veinte queridas que terminaron atribuyéndole.

Joven, moreno, alto, se desplazaba montado en un hermoso alazán dorado, calzando botas de cuero fino, espuelas de plata reluciente, ropa de kaki y sombreros blancos Panamá. Era todo un dandy el señor Violín que, se decía, tenía un pañuelo que con sólo pasárselo por la nariz a las mujeres lograba disfrutar de sus encantos como palomitas rendidas. Sus correrías con mujeres comenzaban en la zona de Roncho Arriba y se extendían hasta el mediano sur. Dentro de sus vagabunderías, tenía una virtud: a cada una de sus queridas les montaba un rancho con los ajuares necesarios.

La muchacha que conversaba con mi madre y mi hermana en la cocina, era hija de Pirín Rodríguez, hermano de mi madre, y Varita Reyna, su esposa. Varita era una de las infinitas hijas de Violín. Fueron muchas y de todas las pintas. Varita, como todas las madres del mundo, quería lo mejor para su hija; por eso pensó en exigir su derecho de parentela. Así de cándidos e ignorantes son los campesinos dominicanos. Le dijo: “Hija, tú eres sobrina de la madre del presidente de la república. Preséntate en su casa y díselo. Dile que tu abuelo es el difunto Violín Reyna, su padre. Exige tu derecho de parentela, mi’ja. Mira, aquí están las pruebas.” Isabel Rodríguez Reyna se fue para la capital, llena de fe, con el dinero producto de la venta de una de las tres reses que tenía su madre. Con ese dinero se compró la ropa con que se presentó al portón de la casa de Yolanda Reyna. Insistente, fue tres días corridos pero ni caso le hicieron. Los guardias, que habían llevado el recado “de esa muchacha que está ahí afuera, que dice ser sobrina suya y nieta de Violín Reyna de Rancho Arriba ” terminaron corriéndola ante la cara de ira y repugnancia con que reaccionó la madre del presidente. En ese punto es cuando Isabel va a casa de mi hermana y de mi madre.

Tanto mi madre como mi hermana le dieron aliento, fortaleciéndole el ánimo caído; le dijeron que regresara donde la madre del presidente y que esta vez voceara más duro, que en los gritos repitiera hasta el cansancio que era nieta de Violín Reyna, que cuando la señora oyera ese nombre de seguro iba a reaccionar.

Cuando tres días más tarde Isabel se puso a vocear frente a los portones de la madre presidencial, los guardias no le permitieron ni el segundo Violín, metiéndola presa, y no la soltaron hasta el anochecer, llena de amenazas tan terribles que la pobre mujer se fue para Rancho Arriba al día siguiente bien temprano, sin voltear la cara para una ciudad a la que juró no volver más nunca.

Ante estos hechos, me arriesgo a darle un consejo al señor presidente Leonel Fernández: que nunca desprecie el ofrecimiento de parentela de una mujer, y mucho menos en el caso de su prima hermana Isabel Rodríguez Reyna, pues puede llegar el día en que, volteada la estrella del poder, se vea en la necesidad, como lo hizo su abuelo Violín Reyna, de refugiarse en las lomas de Rancho Arriba y, quién sabe, necesite los servicios de esa familia secreta que vive en las montañas de ese hermoso municipio.

7.25.2010

Una historia muy larga de contar

La hija rubia de mi abuelo mulato
(Primera parte)

Mi abuelo de padre, Sinforoso Arturo, era azuano, mulato y bohemio. De su condición de azuano y bohemio se derivaba el poeta y también el decimero. Todos los domingos, debajo de una hermosa parra en el patio de su casa, tocaba la guitarra, tomaba tragos de aguardiente y recitaba sus décimas acompañado de los amigos habituales. A ese encuentro semanal le llamaban “la tenida de Sinforoso”. Alguna vez, el gran poeta azuano Héctor J. Díaz honró con su presencia la sombra de la parra. Los demás días de la semana los pasaba mi abuelo ejerciendo su profesión de contador en algunos comercios del poblado. Ganaba bien y gozaba de prestigio.

Mi abuelo llegó a San José de Ocoa, donde discurre esta historia, por el año de 1926, procedente de Azua. Fue nombrado Juez Alcalde, la máxima autoridad de la villa. Dejó a su familia en Azua, mientras se acomodaba en su nueva residencia. Para entonces tenía cuarenta años de edad.

Debido a que mi abuelo era mulato, resulta muy difícil creer que podía engendrar una hija rubia. Una auténtica rubia, como aquella muchacha que iba con frecuencia a su despacho a buscar “el diario”. Pero antes de contar la anécdota de la muchacha rubia, es mejor narrar las circunstancias que rodearon a mi abuelo para instalarse en el pueblo, así como las preocupaciones de su mujer al quedarse sola con su familia de cinco hijos menores en un pueblo tan distante.

Había transcurrido un mes desde su partida sin que se tuvieran noticias de él. Finalmente la mujer tuvo la esperanza de que Sibín Visval, un amigo de la familia que se disponía hacer el viaje en compañía de unos arrieros que se aventuraban a llevar un ganado para venderlo con buenas ventajas en esas lejanías, le trajera noticias de su marido. Sibín le dijo que era un viaje la ida por la vuelta. La mujer se sentó a esperar a Sibín. El viaje era una travesía por las sierras del Memiso y El Pinal hasta caer en el valle de El Maniel. Duraba unos seis días de angustia, tanto para el viajero como para la bestia más resistente. El ganado llegó intacto y parece que los jóvenes que lo llevaron hicieron muy buen negocio.

Sibín Visval regresó a las dos semanas, con prisa por volverse a ir. Y con muy pocas noticias de Sinforoso Arturo. Resulta que Sibín Visval apenas se detuvo en el pueblo, pues tan pronto se enteró de que a quien buscaba, su tío Baldomero Visval, vivía en otro lugar, distante unos siete kilómetros del poblado, siguió derecho para allá. El tío entusiasmó de tal forma al sobrino con las bondades de esas tierras, que éste no vaciló en comprometer sus ahorros para adquirir una buena porción de terreno, colindante con la del tío. Sibín regresó a Azua a buscar el dinero de la compra.

Sibín Visval no trajo noticias de Sinforoso Arturo pero sí vino con un chisme que recogió en susurro de oído cuando pasó por el pueblo: que Sinforoso vivía con una mujer mudada en el pueblo arriba: “Esto no te lo digo como un chisme, Dolores, sino para que te prepares y te vayas lo más pronto posible, que a un semental no se le puede dejar solo en la sabana”. La mujer se preocupó pero con mucha calma le replicó: “Yo no me voy de aquí hasta que él me avise. En eso fue que quedamos”.

El pueblo era bonito pero muy atrasado en comparación con Azua, de cuya proverbial cultura hacían gala todos sus habitantes. Para un hombre solo adaptarse a una situación como en la que se encontraba Sinforoso Arturo requería de muchas atenciones: alimentación, lavado de ropa, cama limpia, etc. Dolores era consciente de eso, por lo que se preocupó al desconocer qué tipo de mujer era la que se había agenciado su marido. Para tranquilizarse necesitaba saberlo a la mayor brevedad posible. Sibín Visval, que preparaba su viaje de regreso, junto a tres jóvenes solteros atraídos por el espejismo de un mundo nuevo, llevaba la encomienda de averiguar la situación en que se encontraba su marido. Dolores le pedía que le escribiera una carta y se la enviara con el primer viajero, donde le informara acerca de la conducta de esa mujer, así como de su carácter y todos los detalles concerniente a su comportamiento. “Esta vez no me falles, Sibín”.

No pasó mucho tiempo sin que Dolores recibiera dos cartas, una de su marido en la que le informaba acerca del viaje, así como una vista panorámica del pueblo, y además le enviaba dinero para que se mantuviera mientras él se organizaba para recibir a la familia sin ningún inconveniente; por supuesto, no le decía nada acerca de la mujer con la que estaba viviendo. La otra carta era la de Sibín Visval. Ahora Dolores se iba a enterar de la mujer que tanto le preocupaba, de la que al fin conocía su nombre, Juliana Cienfuegos.

La carta de Sibin Visval era escueta, directa y sincera. Le decía que se trataba de una mujer de mediana edad, nada fea y con bastante dulzura. Era una de estas mujeres hacendosas, que sabe tratar a un hombre. Por fin, Dolores se tranquilizaba. Su marido estaba siendo bien atendido. Ahora no tenía prisa, podía preparar su viaje con calma. Cuando meses más tarde llegó Dolores con su familia al pueblo, ya Sinforoso Arturo había roto los lazos con Juliana Cienfuegos, amigablemente, sin desgarramiento, sin conflictos. Dolores se instaló, soberana, en su espacio de esposa.

Años después Juliana Cienfuegos tendría una hija de paternidad incierta, muy bella, de cabellera dorada, que escogería a Sinforoso Arturo como su verdadero padre. Tres veces a la semana iba la hermosa niña, de unos doce años, al despacho de mi abuelo a buscar “el diario”, dinero con el que se sostenía sin apuros. Mi abuelo era generoso y paternal; la niña era cariñosa y filial.

Una mañana en que la niña entró al despacho de mi abuelo en su diligencia acostumbrada, se encontró en la oficina con un viejo amigo de mi abuelo, que se quedó observándola detenidamente. Vio cómo mi abuelo le entregaba un sobre dándole la bendición de padre después que ella le pedía su bendición de hija. Cuando ella salió, el hombre se acercó a mi abuelo, y como si le fuera a descubrir el gran secreto de la vida le susurró: “Sinforoso, te están cogiendo de tonto, esa muchacha no es hija tuya. Estás manteniendo una hija ajena”. Mi abuelo se puso de pie, miró al hombre de arriba abajo, y con esa voz hermosa con que recitaba sus décimas debajo de la parra, le dijo: “Yo sé que no es mi hija biológica, pero es mi hija del alma; ella me considera su padre y me trata como tal. Ser padre, amigo mío, es la condición más excelsa y noble a que puede elevarse el hombre. Ojalá yo pudiera ser el padre de todas las criaturas desvalidas del mundo”. Como el poeta no sólo se mide por sus palabras sino, sobre todo, por su condición del alma, mi abuelo era, sin lugar a dudas, un gran poeta.

5.30.2010

La hermana bastarda de Joaquín Balaguer: un verdadero misterio familiar

(Pasaje de la novela "El pacto de los rencores")

El hecho ocurrió hacia 1897, en los años finales de la dictadura de Ulises Hereaux (a) Lilís. Una joven adolescente de una distinguida familia de Puerto Plata, se enamoró apasionadamente de un cubano de unos 24 años de edad. Este vivía en el país desde hacía tres años, dedicado al tráfico de tabaco. Elegante, seductor y soltero, había logrado convencer a la muchacha de sus buenas intenciones. Se llamaba Fausto Borrego.

Amparada por el recato y la decencia, la joven Celia Ricardo, que así se llamaba, ejercía el decoro de la distancia física, como lo mandaban las normas de la época. El cubano iba a la casa de Celia a la hora establecida, y con la separación acostumbrada fue abonando su amor en el corazón de la muchacha.

A veces Borrego se iba del pueblo, donde residía, por cinco o seis días, ocupado en diligencias propias de su oficio. Durante año y medio ejerció un amor sin sospechas. Pronto vendrían sus padres de Santiago de Cuba para bendecir unas relaciones que, a los ojos de todo el pueblo, desembocarían en un feliz y eterno matrimonio.

Pero hubo un momento en que el novio tomó distancia. Sus sentimientos parecieron haber cambiado. Fue algo gradual, imperceptible al principio. Hasta que se evidenció definitivamente cuando el cubano se fue del pueblo. Había transcurrido un mes de su ausencia, cuando cundió la alarma en la familia y sobre todo en la muchacha. Empezaron las averiguaciones. Alguien lo vio en Santiago de los Caballeros, otro por San Francisco de Macorís, quién por un camino de Moca.

Al fin y al cabo, todo se hubiera reducido a un amor contrariado, que se pagaba con lágrimas e insomnios hasta que lo cubriera el olvido. Pero el llanto de la desgraciada no tenía término. Finalmente confesó su desgarrada aflicción. Estaba embarazada del cubano, que no le había cumplido su promesa de honrarla. Para los padres de Celia y para el resto de la familia esto era un asunto de honor.

¿Cómo había ocurrido semejante desgracia? Nadie se lo explicaba. Ella no quería hablar del asunto. Misteriosa seducción en un mundo hermético. Lo primero que hicieron los padres fue mandar a la muchacha, con unos tres meses de embarazo, para donde unos parientes en la ciudad de Monte Cristi, dentro del mayor secreto familiar. Lo segundo fue elevar su queja a otro pariente, el Presidente de la República, Ulises Heureaux (a) Lilís. Este tembló de indignación. Inmediatamente impartió órdenes para que un equipo especial del cuerpo de inteligencia zancajeara el paradero del cubano hasta debajo de la tierra, si fuera necesario. Era la orden precisa de un tirano.

Los espías se desplazaron por todos los pueblos del norte. La orden alcanzó, además, a las diferentes autoridades del país. Se distribuyó una foto de boscoso bigote y las demás señas particulares del perseguido. Lilís no jugaba. Y para el caso de que el cubano Borrego estuviera revestido del poder invulnerable de la brujería, Lilís tenía unas balas preparadas en el Arcajé de Haití, que no fallaban. “Balas santiguá”.

Un mes y otro mes pasó sin que se tuviera noticias del fugitivo. Un humilde campesino, con el que tenía tratos en el negocio del tabaco, y que le había brindado amparo, lo enteró de la persecución de que era objeto. Pensó cruzar la frontera hacia Haití, pero descartó esa idea, pues estaba a mucha distancia de la frontera en su escondite en un campo de San Francisco de Macorís, llamado el Pontón. Borrego, incómodo, engurruñado, respiraba y se alimentaba metido en un hoyo que se había construido a propósito de una letrina en los linderos del conuco. Allí permanecía durante el día, tapada la boca del hoyo con tablas y ramas, y por la noche salía a través de una rústica escalerita que bajaba hasta el fondo. Se había ofrecido una suma de dinero para aquel que lo delatara.

Borrego razonó que lo más prudente era dirigirse a Samaná y de allí irse a la capital en cualquier goleta, desde donde podría embarcarse de polizón para Cuba. Un día dejó su refugio y se fue por los caminos hacia el este al arbitrio de sus instintos y de su suerte, pero increíblemente se detuvo y regresó a su escondite. Tuvo miedo a los descampados. Los espías de Lilís no cejaban en su búsqueda. Al cuarto mes alguien informó. Una patrulla fue al lugar que sabemos y allí lo cazaron como a una rata hacia el atardecer del día 18 de junio de 1897. Le contaron cuarenta balazos de revólver y carabina en el cuerpo. Con él quedó tendido el campesino que le había dado refugio.

Al cabo de dos años la muchacha regresó al seno familiar. Vino sola. Y ahí comienza otra triste historia. La niña bastarda creció en Monte Cristi con el apellido materno. Se llamó Dilcia. En su biografía aneblinada hay un matrimonio, un peregrinar que la lleva de regreso a Puerto Plata, que la hace recorrer diferente localidades y al final, una tarde, la encontraron muerte después de darle un infarto mientras deambulaba entre la tierra colorada y arcillosa de Villa Juana, en la capital.

Dicen que Balaguer la despreciaba… dicen tantas cosas. Dicen que ya anciana se murió herida por la angustia, sin conocer su origen trágico. Dicen que su hermano de madre nunca la recibió en su residencia de la Máximo Gómez.

La noche del día de su muerte se oyeron los misterios del rosario en una pobre casa del barrio de Villa Juana y un "De profundis" por su alma voló por toda la ciudad.

5.16.2010

Voto de conciencia

Me ocurrió hace unos cuarenta años. Era la época en que se le tenía respeto a los estados de conciencia, cuando aún había un juez interior que dictaminaba sentencia, quitando el sueño apacible ante un acto inescrupuloso. Teníamos fe en el amor, en la historia y en la palabra del hombre.

Recuerdo aquel apacible domingo de mayo de 1970, en que como todos los domingos las muchachas venían a pasear al parque después de asistir a la misa de diez. Recuerdo tantas cosas. El caminar “cuadroso” de Titico Montaner, con sus bíceps espléndidos y su pelo engominado. El carro de fulano de tal, haciendo rondas cerca del parque, como gallo enamorando gallinas en el patio de mi casa. El bolero de moda, interpretando los sentimientos de todos los enamorados.

Los jóvenes éramos muy tímidos entonces. Y muy respetuosos con los mayores. Dominado por esos sentimientos, no me atrevía a acercarme a don Perico Pimentel, sentado en un banco frente a la glorieta. Yo tenía una inquietud o una curiosidad y quería satisfacerla conversando con ese anciano de traje blanco, sombrero de pana y un bastón de caoba, en el que se decía guardaba una larga daga en su interior ahuecado.

De don Perico se comentaban hazañas de su pasado, de cuando las guerras del sur a principios de siglo. Creó una leyenda de hombre bravo, de riesgos, de lealtades profundas. Fue hombre de la hueste de Luis Felipe Vidal, el caudillo más notorio de Azua y las comarcas colindantes.

Desde una prudente distancia, yo lo observaba de reojo. Con las dos manos en el bastón, colocado sobre los muslos, don Perico, solitario, parecía sumergido en pensamientos profundos. No me atrevía a interrumpirlo. Así pasó un tiempo largo, hasta que lo vi relajarse. Temiendo que fuera a irse, y no vislumbrando otra ocasión propicia para hablar con él, ya que casi nunca salía de la casa, decidí abordarlo. Me acerqué despacio, con una mezcla de resolución y temor, hasta que me vi frente al viejo caudillo. Lo saludé por su nombre, respetuosamente.

Con calma, como si me estuviera esperando, me devolvió el saludo con una sonrisa en la que se le veían sus dientes fuertes. Sentí que tenía ganas de hablar, de compartir con alguien. Me dio la confianza necesaria para introducirme con el tema que me inquietaba.

Le pregunté acerca de las elecciones presidenciales que estaban a punto de celebrarse, de sus simpatías, de por quién iba a votar, qué opinaba de las mismas. Le hablé con voz clara, segura. Me pidió que tomara asiento, como si la respuesta fuera a ser muy larga. Me sentí halagado y miré para todos lados, deseoso de que los amigos me vieran con don Perico.

De los robles se desprendían florecitas blancas, que formaban alfombra en los corredores del parque.

Me dijo que iba a ejercer el derecho al voto, como correspondía a todo ciudadano, y que su preferencia, aunque era algo privado, la iba a compartir conmigo.

“Voy a votar por el doctor Jaime Fernández – afirmó-, consciente de que no tiene ninguna oportunidad de ganar”.

De ese doctor Fernández yo conocía poco. En esos días se había convertido en el principal dirigente del partido de García Godoy, tras la muerte de este último. Después confirmé que era un hombre honesto.

“La vida me ha enseñado, querido amigo, que la principal conquista del hombre es poder dormir con la conciencia tranquila. Por el único candidato que yo votaría y luego me fuera a la cama sin remordimientos es por el doctor Jaime Fernández. Es un político honesto. No lo conozco personalmente, pero esos son los informes que tengo.”

Agarró el bastón con firmeza, como si estuviera blandiendo la daga, y agregó: “Con esto me cuido de los abusadores aquí abajo”. Y apuntando hacia arriba, dijo: “Y allá en los cielos, de ese Dios que todo lo ve y que a su tiempo nos juzgará”.

Don Perico abundó acerca de las consecuencias de las malas elecciones de los pueblos. De la inconsciencia de la gente al ejercer el sufragio.

Nos despedimos sin promesas de volvernos a ver. Tal vez a sus ochenta años todo próximo instante es incierto, y la única verdad es el eterno presente.

5.09.2010

República Dominicana: un país sin oposición

Por primera vez, después de la muerte de Trujillo, la República Dominicana se encuentra sin un liderazgo firme y confiable en la oposición política, de cara a un gobierno corrupto, inescrupuloso y mesiánico como el que preside Leonel Fernández.

En 1961, muerto el tirano, frente a los gobiernos de Ranfis Trujillo y Joaquín Balaguer, la oposición política estuvo representada por hombres del valor y la estatura moral y cívica de Viriato Fiallo y Manuel Aurelio Tavárez Justo (Manolo). Ambos batallaron sin dobleces hasta derrotar al trujillismo criminal y aplastante representado por el hijo de Trujillo, quien salió huyendo el19 de noviembre de ese año, y por Joaquín Balaguer, que le sucedió, y que luego de una fuerte resistencia caía de bruces el 18 de enero del año siguiente. Eran días de posiciones heroicas, cuando aún se creía en el concepto patria.
Luego del derrocamiento del gobierno de Juan Bosch el 25 de septiembre de 1963, pasó a gobernar el país un Triunvirato, que se caracterizó por el robo a dos manos y la represión política a la oposición. Manolo muere en las montañas, donde se levanta en armas para derrocar a los golpistas; Viriato Fiallo colapsa y entonces la oposición pasa a ser dirigida por José Francisco Peña Gómez, que se yergue como un gigante, hasta dar al traste con el gobierno de facto el 25 de abril de 1965. Estalla la gloriosa Revolución de Abril.

En 1966 se inicia una de las épocas más negras de la historia dominicana: los nefastos doce años de Joaquín Balaguer. Nunca como entonces hubo tantos crímenes de orden político y tanta corrupción en el tren del Estado. Ni siquiera en la Era de Trujillo. La oposición a esos ominosos doce años estuvo dirigida por Peña Gómez, acompañado de hombres de valor y de principios como Antonio Guzmán, Jacobo Majluta y otros. En las elecciones de mayo de 1978, el pueblo dominicano, bajo esa dirección efectiva, saca del poder a Balaguer. Se da inicio a un orden político más respetuoso a los derechos ciudadanos.

Ocho años después, Balaguer, ayudado por los poderes fácticos, vuelve al poder en mayo de 1986. Comienza la era de los diez años. Se trata del regreso al autoritarismo y a la corrupción. El continuismo obsesiona a este intelectual sombrío. Salvo el asesinato político de Narcisazo, aunque éste vale por cien, no se cometen otros crímenes. La mano homicida se ha detenido.

Para las elecciones del 90, en que se enfrentan Bosch y Balaguer, el PRD está dividido; sus votos se vuelcan hacia la candidatura de Juan Bosch. Hay que votar por el menos malo. Balaguer comete otro de sus acostumbrados fraudes. Bosch no se lo disputa.

Llega de esta forma la gran batalla del 94. Peña Gómez regresa remozado al ruedo político. Su partido está unido alrededor de él. Balaguer tiene de frente a una oposición invencible. Así es. Peña Gómez vence a Balaguer por un margen enorme, pero éste comete un fraude colosal. Se entra en una crisis política que culmina en unas negociaciones en las que a Balaguer se le recorta el mandato a dos años de cuatro que le tocarían constitucionalmente. Se celebran nuevas elecciones en el 96, sin la participación de Balaguer, como estipulaba el acuerdo, y éste, resentido contra Peña Gómez y su compañero de boleta a la vicepresidencia, Fernando Alvarez Bogaert, se une al candidato que rivaliza con Peña, Leonel Fernández, del partido de Juan Bosch, y nueva vez, con maniobras fraudulentas, logran imponerse al PRD.

Peña Gómez muere, pero el PRD, con un nuevo líder, Hipólito Mejía, que convence al pueblo con un discurso sencillo y pegajoso, gana las elecciones del año 2000.

Ahora voy al asunto que motiva este artículo: la oposición política de hoy frente al gobierno de Leonel Fernández. A partir del triunfo del Partido de la Liberación Dominicana en el 2004, el presidente electo Leonel Fernández se ha adueñado del país. Ha realizado los gobiernos más corruptos que registra la historia dominicana, con total impunidad. El, personalmente, se ha enriquecido desde el poder de forma escandalosa. Y no sucede nada. El país parece haberse anestesiado con su discurso de seseos incesantes. Pero lo peor del caso es que el partido que ha debido echar la batalla está en manos de un hábil comerciante, sin discurso, sin talento, sin formación intelectual; un capitán que no convoca el sacrificio y el entusiasmo del soldado. Nunca antes el PRD había tenido una dirección tan desacreditada, tan bochornosamente incapaz. Es así como el país pensante se ha invadido de pesimismo. Hay un gran dolor sin esperanza.

5.02.2010

Ritual satánico de Joaquín Balaguer (Fragmento de "El pacto de los rencores")

Para octubre de 1992, Joaquín Balaguer sufrió la pérdida repentina de su querida hermana Ema Balaguer. La señora murió de un infarto al miocardio en su casa, recién llegada de una visita al monumental Faro a Colón, una obra terminada ese año por el gobierno de su hermano. La ciudad capital se llenó de comentarios. La versión más socorrida acerca de la causa de la muerte, era que había sido víctima del maleficio que ofrecía el Almirante descubridor Cristóbal Colón. Era una creencia muy generalizada entre los dominicanos, que todo contacto con la figura de Colón daba mala suerte, incluso alentaba la tragedia. La mató “el fucú”, decía la gente.

Ante la construcción del faro se desataron muchas críticas a Balaguer. La enorme mole de cemento era un dispendio en un país plagado por la miseria. Balaguer, soberbio, lanzó un desafío a sus críticos. “Sólo Dios podría impedir que yo inaugure el faro”. Se dice que la muerte de su hermana fue un castigo de Dios a su soberbia.

El presidente, al ser notificado de la dolorosa muerte de su hermana, voló inmediatamente del palacio de gobierno a su casa, que era la misma de su hermana. Una vez allí, impartió órdenes precisas que fueron cumplidas sin demora. “Coloquen el cadáver sobre su cama. Pónganlo sobre un colchón de hielo para que no se descomponga y cierren la habitación herméticamente”. Balaguer hizo que le colocaran un sillón al lado de la muerta, se sentó allí, le tomó la mano derecha con su mano izquierda y se dispuso a pasar en aquel lugar tres días y tres noches encerrado, sin más compañía que el cadáver de su hermana Ema. Eran las tres de la tarde de un sábado de aquel octubre. Sólo una persona de su extrema confianza podía entrar a llevarle su jugo de jagua y un helado de tamarindo, así como ponerle el hielo necesario al cadáver y sacar el agua del hielo derretido. ¿Qué significaba todo aquello? Se trataba de un ritual satánico.

“Soy de hierro
La fuerza toda en mí se resume
Cual todas las maldades las resume Satán.”

Consistía este ritual en lo siguiente: cerrado el cuarto, el alma de la muerta no podía salir, salvo por el conducto de la mano –una especie de correa de transmisión–, para pasar al cuerpo de quien la asiera. Según el ritual el cuerpo de la muerta no podía estar en ataúd, sino sobre su cama, como en efecto se había hecho. Para que la ceremonia tuviera el efecto deseado, debía durar tres días y tres noches; al cabo el alma era absorbida absolutamente por quien tuviese la mano de la muerta agarrada. No podía soltarla en ningún momento. Ese tiempo era dedicado por el destinatario del alma a una concentración profunda y de ruegos a entidades superiores, que le entregarían el espíritu solicitado. ¿A quién o a quiénes en realidad imploraba Balaguer? Al demonio, según el criterio de un experto en esta clase de misterios. Afirmaba asimismo que Joaquín Balaguer fue uno de los pocos magos mayores de su tiempo. Que tenía la facultad de comunicarse con las divinidades satánicas. “El cardenal López Rodríguez es otro”, con igual o parecida fuerza.

Alguien, enterado del propósito del ritual practicado por Balaguer, exclamó con hondo deseo: “Oh, Dios, ojalá el espíritu de esa noble señora se apodere del espíritu y del cuerpo de ese azote de su pueblo”.

Al cabo de tres días y tres noches sin dormir, sin fatiga alguna, apenas topándose el estómago, Balaguer emergió a la vida como de las profundidades de un lugar misterioso, rejuvenecido, con una vitalidad que asombró a deudos y a amigos que esperaban en los espacios contiguos. El hombre se había alimentado con el espíritu de la muerta.

Esa noche se dispuso la preparación del cadáver y una multitud de indigentes nubló las calles aledañas, anegadas en llantos en muestra de dolor por la muerte de tan buena señora. Un lúgubre susurro se expandió por toda la ciudad.

4.25.2010

El Washington Heights de José Carvajal

José Carvajal abandonó Washington Heights hacia mediados de la década de los noventa del siglo pasado. Se dirigió hacia el sur, a un lugar donde la competencia era difícil, acompañado sólo de sus sueños. Era un reto. Se fue con el corazón triturado, como todo aquel que se ve obligado a alejarse de su “patria chica”. Algo del trágico se iba en su equipaje. Poco tiempo después anclaba firmemente su nave en los pantanos de la Florida.

A los que conocíamos su talento y su disciplina no nos sorprendió verlo establecerse como periodista en importantes medios televisivos y agencias de noticias de renombre internacional. Pasaron los años y José, inconforme, buscando su destino, se sintió compelido a explorar nuevos caminos. Buscaba su vocación primaria: la literatura. Es así como funda Librusa, una agencia de noticias literarias por internet, donde permanece trabajando exitosamente por espacio de ocho años.

Mientras desarrollaba sus actividades en Miami, José se daba la vuelta de vez en cuando por Nueva York, por el barrio de Washington Heights; observaba con nostalgia el pulso vibrante de la ciudad y luego se alejaba, lentamente, volteando a ratos la cabeza. Alguna herida le seguía sangrando en su espíritu.

En Miami levanta a sus hijos con pulso firme, ha cumplido metas importantes, pero aún falta mucho por hacer. Ahora le tocaba tomar una de sus decisiones más difíciles: participa en Isla Publishing Group, una editorial en la que permanece en estos momentos. Con la mente más despejada escribe su primer libro de adulto, “A quien pueda interesar: reflexiones sobre Washington Heights y otros temas”. Es un libro muy bien escrito, donde el autor demuestra gran dominio de la lengua y la comunicación. Pero es un libro provocador, al menos en tres de los veintiocho trabajos de que se compone, en los que descarga su ira contra el barrio que lo vio crecer: Washington Heights.

De los tres textos llenos de ira hay uno que lo considero injusto y que no se ciñe a la realidad. Es aquel que se titula “Mediocre City crece en mi memoria”. El trabajo comienza siendo injusto con él mismo. En esa época Carvajal era muy joven y él no se puede exigir, ni nadie le puede exigir, que produjera ninguna obra literaria de importancia. Escribió lo que escriben los muchachos de su edad. En la década de los ochenta José era el benjamín de la literatura en los círculos culturales de Washington Heights. No conozco a nadie de esa edad que tuviera tanta pasión por los libros.

La época que José critica es una década fundacional en Washington Heights. Fue cuando se crearon todas las instituciones importantes y surgieron muy buenos escritores, narradores y poetas. Nunca como entonces esa comunidad demostró tanto entusiasmo, y gratuito, por las actividades artísticas. Carvajal fue uno de sus líderes más importantes. Hoy en día no ocurre lo mismo con ese sector de Nueva York. Hay algo malo entre mucha de su gente. Se huele con facilidad el chisme y la falta de conciencia literaria. Su jefe cultural es uno de los seres más mezquinos, más mercuriales, oportunista, arribista, corrupto y de menos talento que haya existido jamás. Se trata del señor Franklin Gutiérrez.

Ahora que José vuelve y encuentra a su “patria chica” dirigida por gente de esta catadura, y con instituciones como el Instituto de Estudios Dominicanos en manos de Ramona Hernández, de cuyo prontuario es mejor no acordarse, es lógico que reviente de rabia, que se opere en él una especie de catarsis y vomite. Yo lo comprendo. Ese barrio le duele. Todas sus grandes sensaciones nacieron en sus calles, parques y clubes. Su corazón sigue enclavado allí. Por ser un hijo auténtico de Washington Heights, a José Carvajal hay que permitirle hasta sus juicios injustos, como el que arriba cité.

4.20.2010

Causa de una desviación

No haré la historia nociva de la Iglesia católica y romana. Ya eso está escrito. Abundar sobre la perversa Inquisición y otras aberraciones es llover sobre mojado. Pero ahora que el Papa Benedicto XVI anda recorriendo medio mundo pidiendo perdón por los pecados cometidos por la Iglesia, es propicia la ocasión para hacer un análisis de eso que tanto mortifica a la cúpula vaticana: la práctica epidémica de la violación de niños, en la que han incurrido tantos curas en los últimos tiempos. Esto en realidad es una vieja práctica que ahora flota. Pero para corregir semejante flagelo no basta con pedir perdón. Hay que ir a las causas que lo provocan. Aquí va mi humilde consejo a tan portentosa y milenaria institución.

La pedofilia es una enfermedad que los curas adquieren mientras cursan sus estudios en el Seminario Mayor. El seminario se divide en Menor y Mayor. En el primero se cursan cinco años de latín; y en el segundo tres años de filosofía y cuatro de teología. Doce en total, que es la carrera del sacerdote seglar. Los sacerdotes religiosos, como los jesuitas o franciscanos y otros, cursan 24 años de estudio y más, y se ordenan bajo los votos de pobreza, castidad y obediencia. Los seglares, en cambio, sólo están obligados a los de castidad y obediencia.

En el Seminario Menor estudian niños, cuyas edades oscilan entre los trece y diecisiete años. Caritas bonitas, piel suave y fresca, barbilampiños. Muchos de estos niños se pueden confundir con una muchacha. Los del Seminario Mayor son adultos en pleno desarrollo de sus facultades viriles. Las autoridades del seminario no permiten que unos y otros se reúnan, salvo en ocasiones especiales. Aunque nunca lo expliquen, saben muy bien porqué lo hacen.

En un recinto herméticamente cerrado, donde los estudiantes nunca tienen relaciones de ningún tipo con el sexo femenino, un adulto y un niño juntos puede dar lugar a la tentación de la carne. No porque el adulto sea homosexual, sino porque a falta de mujer se inclina por el que se parece a una mujer. El niño es la suplantación de lo femenino.

En las ocasiones en que unos y otros se juntan, se va inoculando en el adulto, lentamente, el veneno pasional de la pedofilia. Ya ordenados sacerdotes, en contacto abierto con el mundo, aquel veneno larvado se yergue erizado sobre la piel ardiente del casto que no ha buscado lo que le corresponde en naturaleza: la piel suave de la mujer.

Si los seminaristas, como los estudiantes seculares de otras profesiones, tuvieran derecho a tener novias y luego de ordenarse el derecho a casarse y tener familia, la pedofilia no existiera entre los sacerdotes.

He aquí la causa de esta desviación: el celibato.