4.20.2010

Causa de una desviación

No haré la historia nociva de la Iglesia católica y romana. Ya eso está escrito. Abundar sobre la perversa Inquisición y otras aberraciones es llover sobre mojado. Pero ahora que el Papa Benedicto XVI anda recorriendo medio mundo pidiendo perdón por los pecados cometidos por la Iglesia, es propicia la ocasión para hacer un análisis de eso que tanto mortifica a la cúpula vaticana: la práctica epidémica de la violación de niños, en la que han incurrido tantos curas en los últimos tiempos. Esto en realidad es una vieja práctica que ahora flota. Pero para corregir semejante flagelo no basta con pedir perdón. Hay que ir a las causas que lo provocan. Aquí va mi humilde consejo a tan portentosa y milenaria institución.

La pedofilia es una enfermedad que los curas adquieren mientras cursan sus estudios en el Seminario Mayor. El seminario se divide en Menor y Mayor. En el primero se cursan cinco años de latín; y en el segundo tres años de filosofía y cuatro de teología. Doce en total, que es la carrera del sacerdote seglar. Los sacerdotes religiosos, como los jesuitas o franciscanos y otros, cursan 24 años de estudio y más, y se ordenan bajo los votos de pobreza, castidad y obediencia. Los seglares, en cambio, sólo están obligados a los de castidad y obediencia.

En el Seminario Menor estudian niños, cuyas edades oscilan entre los trece y diecisiete años. Caritas bonitas, piel suave y fresca, barbilampiños. Muchos de estos niños se pueden confundir con una muchacha. Los del Seminario Mayor son adultos en pleno desarrollo de sus facultades viriles. Las autoridades del seminario no permiten que unos y otros se reúnan, salvo en ocasiones especiales. Aunque nunca lo expliquen, saben muy bien porqué lo hacen.

En un recinto herméticamente cerrado, donde los estudiantes nunca tienen relaciones de ningún tipo con el sexo femenino, un adulto y un niño juntos puede dar lugar a la tentación de la carne. No porque el adulto sea homosexual, sino porque a falta de mujer se inclina por el que se parece a una mujer. El niño es la suplantación de lo femenino.

En las ocasiones en que unos y otros se juntan, se va inoculando en el adulto, lentamente, el veneno pasional de la pedofilia. Ya ordenados sacerdotes, en contacto abierto con el mundo, aquel veneno larvado se yergue erizado sobre la piel ardiente del casto que no ha buscado lo que le corresponde en naturaleza: la piel suave de la mujer.

Si los seminaristas, como los estudiantes seculares de otras profesiones, tuvieran derecho a tener novias y luego de ordenarse el derecho a casarse y tener familia, la pedofilia no existiera entre los sacerdotes.

He aquí la causa de esta desviación: el celibato.