7.25.2010

Una historia muy larga de contar

La hija rubia de mi abuelo mulato
(Primera parte)

Mi abuelo de padre, Sinforoso Arturo, era azuano, mulato y bohemio. De su condición de azuano y bohemio se derivaba el poeta y también el decimero. Todos los domingos, debajo de una hermosa parra en el patio de su casa, tocaba la guitarra, tomaba tragos de aguardiente y recitaba sus décimas acompañado de los amigos habituales. A ese encuentro semanal le llamaban “la tenida de Sinforoso”. Alguna vez, el gran poeta azuano Héctor J. Díaz honró con su presencia la sombra de la parra. Los demás días de la semana los pasaba mi abuelo ejerciendo su profesión de contador en algunos comercios del poblado. Ganaba bien y gozaba de prestigio.

Mi abuelo llegó a San José de Ocoa, donde discurre esta historia, por el año de 1926, procedente de Azua. Fue nombrado Juez Alcalde, la máxima autoridad de la villa. Dejó a su familia en Azua, mientras se acomodaba en su nueva residencia. Para entonces tenía cuarenta años de edad.

Debido a que mi abuelo era mulato, resulta muy difícil creer que podía engendrar una hija rubia. Una auténtica rubia, como aquella muchacha que iba con frecuencia a su despacho a buscar “el diario”. Pero antes de contar la anécdota de la muchacha rubia, es mejor narrar las circunstancias que rodearon a mi abuelo para instalarse en el pueblo, así como las preocupaciones de su mujer al quedarse sola con su familia de cinco hijos menores en un pueblo tan distante.

Había transcurrido un mes desde su partida sin que se tuvieran noticias de él. Finalmente la mujer tuvo la esperanza de que Sibín Visval, un amigo de la familia que se disponía hacer el viaje en compañía de unos arrieros que se aventuraban a llevar un ganado para venderlo con buenas ventajas en esas lejanías, le trajera noticias de su marido. Sibín le dijo que era un viaje la ida por la vuelta. La mujer se sentó a esperar a Sibín. El viaje era una travesía por las sierras del Memiso y El Pinal hasta caer en el valle de El Maniel. Duraba unos seis días de angustia, tanto para el viajero como para la bestia más resistente. El ganado llegó intacto y parece que los jóvenes que lo llevaron hicieron muy buen negocio.

Sibín Visval regresó a las dos semanas, con prisa por volverse a ir. Y con muy pocas noticias de Sinforoso Arturo. Resulta que Sibín Visval apenas se detuvo en el pueblo, pues tan pronto se enteró de que a quien buscaba, su tío Baldomero Visval, vivía en otro lugar, distante unos siete kilómetros del poblado, siguió derecho para allá. El tío entusiasmó de tal forma al sobrino con las bondades de esas tierras, que éste no vaciló en comprometer sus ahorros para adquirir una buena porción de terreno, colindante con la del tío. Sibín regresó a Azua a buscar el dinero de la compra.

Sibín Visval no trajo noticias de Sinforoso Arturo pero sí vino con un chisme que recogió en susurro de oído cuando pasó por el pueblo: que Sinforoso vivía con una mujer mudada en el pueblo arriba: “Esto no te lo digo como un chisme, Dolores, sino para que te prepares y te vayas lo más pronto posible, que a un semental no se le puede dejar solo en la sabana”. La mujer se preocupó pero con mucha calma le replicó: “Yo no me voy de aquí hasta que él me avise. En eso fue que quedamos”.

El pueblo era bonito pero muy atrasado en comparación con Azua, de cuya proverbial cultura hacían gala todos sus habitantes. Para un hombre solo adaptarse a una situación como en la que se encontraba Sinforoso Arturo requería de muchas atenciones: alimentación, lavado de ropa, cama limpia, etc. Dolores era consciente de eso, por lo que se preocupó al desconocer qué tipo de mujer era la que se había agenciado su marido. Para tranquilizarse necesitaba saberlo a la mayor brevedad posible. Sibín Visval, que preparaba su viaje de regreso, junto a tres jóvenes solteros atraídos por el espejismo de un mundo nuevo, llevaba la encomienda de averiguar la situación en que se encontraba su marido. Dolores le pedía que le escribiera una carta y se la enviara con el primer viajero, donde le informara acerca de la conducta de esa mujer, así como de su carácter y todos los detalles concerniente a su comportamiento. “Esta vez no me falles, Sibín”.

No pasó mucho tiempo sin que Dolores recibiera dos cartas, una de su marido en la que le informaba acerca del viaje, así como una vista panorámica del pueblo, y además le enviaba dinero para que se mantuviera mientras él se organizaba para recibir a la familia sin ningún inconveniente; por supuesto, no le decía nada acerca de la mujer con la que estaba viviendo. La otra carta era la de Sibín Visval. Ahora Dolores se iba a enterar de la mujer que tanto le preocupaba, de la que al fin conocía su nombre, Juliana Cienfuegos.

La carta de Sibin Visval era escueta, directa y sincera. Le decía que se trataba de una mujer de mediana edad, nada fea y con bastante dulzura. Era una de estas mujeres hacendosas, que sabe tratar a un hombre. Por fin, Dolores se tranquilizaba. Su marido estaba siendo bien atendido. Ahora no tenía prisa, podía preparar su viaje con calma. Cuando meses más tarde llegó Dolores con su familia al pueblo, ya Sinforoso Arturo había roto los lazos con Juliana Cienfuegos, amigablemente, sin desgarramiento, sin conflictos. Dolores se instaló, soberana, en su espacio de esposa.

Años después Juliana Cienfuegos tendría una hija de paternidad incierta, muy bella, de cabellera dorada, que escogería a Sinforoso Arturo como su verdadero padre. Tres veces a la semana iba la hermosa niña, de unos doce años, al despacho de mi abuelo a buscar “el diario”, dinero con el que se sostenía sin apuros. Mi abuelo era generoso y paternal; la niña era cariñosa y filial.

Una mañana en que la niña entró al despacho de mi abuelo en su diligencia acostumbrada, se encontró en la oficina con un viejo amigo de mi abuelo, que se quedó observándola detenidamente. Vio cómo mi abuelo le entregaba un sobre dándole la bendición de padre después que ella le pedía su bendición de hija. Cuando ella salió, el hombre se acercó a mi abuelo, y como si le fuera a descubrir el gran secreto de la vida le susurró: “Sinforoso, te están cogiendo de tonto, esa muchacha no es hija tuya. Estás manteniendo una hija ajena”. Mi abuelo se puso de pie, miró al hombre de arriba abajo, y con esa voz hermosa con que recitaba sus décimas debajo de la parra, le dijo: “Yo sé que no es mi hija biológica, pero es mi hija del alma; ella me considera su padre y me trata como tal. Ser padre, amigo mío, es la condición más excelsa y noble a que puede elevarse el hombre. Ojalá yo pudiera ser el padre de todas las criaturas desvalidas del mundo”. Como el poeta no sólo se mide por sus palabras sino, sobre todo, por su condición del alma, mi abuelo era, sin lugar a dudas, un gran poeta.