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Yo escribí un artículo en el mismo periódico en el que atenuaba un tanto tan severas acusaciones, partiendo del hecho de que todos nuestros presidentes han adolecido de semejante enfermedad. El nepotismo es un padecimiento histórico.
Una extraña muchacha campesina se acerca a las rejas de la casa de la madre del presidente Leonel Fernández Reyna, doña Yolanda Reyna, de quien exige la atención debida bajo el alegato de su condición de sobrina suya.
Hace unos cuantos años, el lingüista Diógenes Céspedes acusó de nepotismo al presidente dominicano Leonel Fernández Reyna. Fue una acusación muy bien fundamentada, escrita en la sección literaria del periódico El Siglo, ya desaparecido. En su primer periodo de gobierno 1996-2000, los dos padres de Leonel Fernández ocuparon altos cargos oficiales. El rumor público consideró que ambos señores metieron las manos sin compasión en las árganas del Estado.
Me dolió menos el comportamiento nepótico denunciado por Céspedes, que haber comprobado que tal hábito no alcanzara a la pobre Isabel Rodríguez Reyna, presunta prima hermana del presidente Fernández, y por tanto sobrina de su madre, Yolanda Reyna. Eso sí me molestó. Aquí va la historia, que conozco muy de cerca.
Una tarde de junio de finales del siglo pasado, hospedado en casa de mi hermana en un viaje que hice desde Nueva York, mientras disfrutaba de una siesta en el segundo piso, me despertó una conversación en tono alto de cuyas voces reconocí la de mi madre y la de mi hermana; había otra voz de timbre claramente campesino, que me llamó poderosamente la atención por su contenido humano y desgarrante. Desconocía esa “voz que clamaba en el desierto”. Curioso, bajé inmediatamente hasta la cocina, donde discurría el triálogo al amparo de humeantes tazas de café ocoeño, y así pude enterarme de una triste y curiosa historia.
Por allá por la década del treinta del siglo pasado, un señor de nombre Violín Reyna, que había cometido no sé que desmanes en las vecindades de Bonao, se le escurrió a las autoridades y se escondió en las lomas de Monte Bonito, paraje de Rancho Arriba en San José de Ocoa. Las autoridades mandaron una patrulla que durante semanas buscó y preguntó por el paradero del fugitivo, pero el hombre se había hecho polvo entre esos montes; y cuando unos años después vino el olvido, reapareció convertido en cacique trujillista. Había adquirido una finca de café y se instaló en el poblado de Rancho Arriba, con una buena casa y una mujer rubia, que sería una de las quince o veinte queridas que terminaron atribuyéndole.
Joven, moreno, alto, se desplazaba montado en un hermoso alazán dorado, calzando botas de cuero fino, espuelas de plata reluciente, ropa de kaki y sombreros blancos Panamá. Era todo un dandy el señor Violín que, se decía, tenía un pañuelo que con sólo pasárselo por la nariz a las mujeres lograba disfrutar de sus encantos como palomitas rendidas. Sus correrías con mujeres comenzaban en la zona de Roncho Arriba y se extendían hasta el mediano sur. Dentro de sus vagabunderías, tenía una virtud: a cada una de sus queridas les montaba un rancho con los ajuares necesarios.
La muchacha que conversaba con mi madre y mi hermana en la cocina, era hija de Pirín Rodríguez, hermano de mi madre, y Varita Reyna, su esposa. Varita era una de las infinitas hijas de Violín. Fueron muchas y de todas las pintas. Varita, como todas las madres del mundo, quería lo mejor para su hija; por eso pensó en exigir su derecho de parentela. Así de cándidos e ignorantes son los campesinos dominicanos. Le dijo: “Hija, tú eres sobrina de la madre del presidente de la república. Preséntate en su casa y díselo. Dile que tu abuelo es el difunto Violín Reyna, su padre. Exige tu derecho de parentela, mi’ja. Mira, aquí están las pruebas.” Isabel Rodríguez Reyna se fue para la capital, llena de fe, con el dinero producto de la venta de una de las tres reses que tenía su madre. Con ese dinero se compró la ropa con que se presentó al portón de la casa de Yolanda Reyna. Insistente, fue tres días corridos pero ni caso le hicieron. Los guardias, que habían llevado el recado “de esa muchacha que está ahí afuera, que dice ser sobrina suya y nieta de Violín Reyna de Rancho Arriba ” terminaron corriéndola ante la cara de ira y repugnancia con que reaccionó la madre del presidente. En ese punto es cuando Isabel va a casa de mi hermana y de mi madre.
Tanto mi madre como mi hermana le dieron aliento, fortaleciéndole el ánimo caído; le dijeron que regresara donde la madre del presidente y que esta vez voceara más duro, que en los gritos repitiera hasta el cansancio que era nieta de Violín Reyna, que cuando la señora oyera ese nombre de seguro iba a reaccionar.
Cuando tres días más tarde Isabel se puso a vocear frente a los portones de la madre presidencial, los guardias no le permitieron ni el segundo Violín, metiéndola presa, y no la soltaron hasta el anochecer, llena de amenazas tan terribles que la pobre mujer se fue para Rancho Arriba al día siguiente bien temprano, sin voltear la cara para una ciudad a la que juró no volver más nunca.
Ante estos hechos, me arriesgo a darle un consejo al señor presidente Leonel Fernández: que nunca desprecie el ofrecimiento de parentela de una mujer, y mucho menos en el caso de su prima hermana Isabel Rodríguez Reyna, pues puede llegar el día en que, volteada la estrella del poder, se vea en la necesidad, como lo hizo su abuelo Violín Reyna, de refugiarse en las lomas de Rancho Arriba y, quién sabe, necesite los servicios de esa familia secreta que vive en las montañas de ese hermoso municipio.