9.20.2010

Patricia en el fondo de la memoria

(Un relato inédito)

El anciano viene de lejos. De un tiempo y un lugar que no los puede descifrar la memoria del hombre. Se ha quedado frente al parque de su pueblo. Cruza la calle caminando lentamente, hacia donde lo esperan infinitos recuerdos acumulados: en ese jardín, en el que todavía se cultivan rosas rojas; en los amplios corredores, donde, florecidos, se elevan robles centenarios; más allá, en aquel banco, en el que alguna vez esperó un amor impaciente, de inciertas expectativas, de agujas que aún corroen su viejo corazón.

El anciano avanza, y al cruzar cerca de la fuente sus oídos perciben el murmullo de una corriente de agua antigua. Allí se detiene y mira. Por la boca de un desconocido león se derrama agua fresca y nueva que a él se le antoja, por el timbre, la misma agua desde cuyo entorno, hará años incontables, recibió la primera llamada del amor. Semidesnudo, un vagabundo se baña en el agua de la fuente.

Era un pueblo iluminado de rosas; y de campanas amarillas la galería de su infancia. El nítido bronce del campanario convocaba al amor: la sensualidad del incienso, el armonioso armonio moviendo sus teclas al embrujo de los dedos de Titina; del coro bajaban ángeles en cánticos a la Virgen de mayo, y más allá, enroscada en su alma, invisible bajo las rejas de su mantilla blanca, Patricia, a punto de abrir su boca rosada para recibir el cuerpo del Señor. Y en su mirada, en su sonrisa, en todo su rostro resplandeciente, él era su dueño y su señor.

Afuera estaba el cielo limpio de su pueblo, los árboles del parque con su olor a domingo, con los trinos del domingo entrelazándose entre las ramas, y debajo de los árboles del parque de su pueblo su mano tejiéndose en la mano de Patricia, como se tejen los nervios del corazón y del amor.

El anciano sigue caminando hasta el otro lado del parque. Ahí lo espera, invariable, el viejo bar de su infancia, con su techo de ladrillos rojos, su amplia entrada y en el fondo, después del salón de baile, el cobertizo con su hilera de mesas toscas y las sillas con sus asientos tejidos de guano. Hacia allí sigue el anciano, como guiado por un sabor antiguo. Busca algo que sólo él conoce. Mira para todos los ángulos y, como un animal que da vueltas alrededor del lugar en el que ha dejado su marca, termina sentándose. Pide que le sirvan aguardiente en una copita de grueso cristal, de las antiguas. Se la trae la única persona que atiende el establecimiento. El anciano lo observa. Le pregunta cómo se llama. Es Ambrosio, su amigo de travesuras juveniles, ahora tan viejo, irreconocible. Este no recuerda al anciano, que desvía la mirada; no quiere entablar conversación con nadie. Debe pasar desapercibido, sólo concentrarse en sus recuerdos, en su primer amor, que se le desdibuja en el fondo del tiempo. En estas cosas que sólo pertenecen a su memoria, a su vida y a su muerte.

Desde la mesita donde se ha sentado observa, al fondo, a través de la puerta del bar, la fachada de la iglesia, su pórtico, las escalinatas de amplio regazo, el viejo pino que crece a su derecha, donde tantas veces esperó a Patricia a la salida del rosario. Y Patricia se le revuelca en su memoria, en esos besos furtivos que arañan desesperadamente el corazón, elusivos, intensamente fugaces. Algo se le pierde en el laberinto de sus recuerdos. Sale al frente del bar, va hacia el parque; en cada Elemento busca el eslabón perdido. Camina por las calles desiertas, y al doblar una esquina ve aquel balcón, en que alguna vez lo esperó la mirada de Patricia, la mano que se extendió al vuelo de la noche…y la mirada y la mano suave como la seda se escurren y se difuminan para siempre, y ahora, infinitos años después, los busca como se busca a Dios, en cada cosa que se mueve, en la existencia de todo aliento de vida o de muerte o de última esperanza.

Embrujado de recuerdos, más allá de la memoria, regresa al bar; allí está su mesa, su silla de guano, su copita. Está Ambrosio, mucho más anciano que unas horas antes, una figura antigua que se desdibuja en la penumbra que se va adueñando del pueblo. Pasa un rato largo y el anciano se ha dormido; cuando despierta el bar está cerrado, el viejo Ambrosio se ha esfumado. Sobre las sillas de guano parece estar cayendo una noche de tiempos infinitos. Tropezando por entre las sillas, el anciano logra salir a la calle por el callejón que está detrás del cobertizo. Llega al parque y se sienta en un banco de madera, debajo del viejo laurel de su infancia. Se presenta una brisa que va y viene, como un niño travieso que estuviera correteando por los corredores del parque. Es una brisa antigua y nueva que no la maltrata el tiempo; que, como el lucero de la mañana, que ahora lo contempla, discurre sin transcurrir, eterna. Porqué, piensa, no se hizo eterno ese instante en que Patricia, camino de la iglesia, le regaló su mirada y su sonrisa, y él le entregó su vida; todo tan fugaz, tan efímero, que hasta en el recuerdo ahora se pierde. El parque se le llena de sol y el almendro se le llena de sombra. Y él se estremece de una felicidad que se le escurre, como una gota de lluvia entre la lluvia… y pronto vendrá la muerte, que con su mano, sutil y dilacerante, todo lo borra del escenario de una vida de representaciones que tal vez existió.