Me ocurrió hace unos cuarenta años. Era la época en que se le tenía respeto a los estados de conciencia, cuando aún había un juez interior que dictaminaba sentencia, quitando el sueño apacible ante un acto inescrupuloso. Teníamos fe en el amor, en la historia y en la palabra del hombre.
Recuerdo aquel apacible domingo de mayo de 1970, en que como todos los domingos las muchachas venían a pasear al parque después de asistir a la misa de diez. Recuerdo tantas cosas. El caminar “cuadroso” de Titico Montaner, con sus bíceps espléndidos y su pelo engominado. El carro de fulano de tal, haciendo rondas cerca del parque, como gallo enamorando gallinas en el patio de mi casa. El bolero de moda, interpretando los sentimientos de todos los enamorados.
Los jóvenes éramos muy tímidos entonces. Y muy respetuosos con los mayores. Dominado por esos sentimientos, no me atrevía a acercarme a don Perico Pimentel, sentado en un banco frente a la glorieta. Yo tenía una inquietud o una curiosidad y quería satisfacerla conversando con ese anciano de traje blanco, sombrero de pana y un bastón de caoba, en el que se decía guardaba una larga daga en su interior ahuecado.
De don Perico se comentaban hazañas de su pasado, de cuando las guerras del sur a principios de siglo. Creó una leyenda de hombre bravo, de riesgos, de lealtades profundas. Fue hombre de la hueste de Luis Felipe Vidal, el caudillo más notorio de Azua y las comarcas colindantes.
Desde una prudente distancia, yo lo observaba de reojo. Con las dos manos en el bastón, colocado sobre los muslos, don Perico, solitario, parecía sumergido en pensamientos profundos. No me atrevía a interrumpirlo. Así pasó un tiempo largo, hasta que lo vi relajarse. Temiendo que fuera a irse, y no vislumbrando otra ocasión propicia para hablar con él, ya que casi nunca salía de la casa, decidí abordarlo. Me acerqué despacio, con una mezcla de resolución y temor, hasta que me vi frente al viejo caudillo. Lo saludé por su nombre, respetuosamente.
Con calma, como si me estuviera esperando, me devolvió el saludo con una sonrisa en la que se le veían sus dientes fuertes. Sentí que tenía ganas de hablar, de compartir con alguien. Me dio la confianza necesaria para introducirme con el tema que me inquietaba.
Le pregunté acerca de las elecciones presidenciales que estaban a punto de celebrarse, de sus simpatías, de por quién iba a votar, qué opinaba de las mismas. Le hablé con voz clara, segura. Me pidió que tomara asiento, como si la respuesta fuera a ser muy larga. Me sentí halagado y miré para todos lados, deseoso de que los amigos me vieran con don Perico.
De los robles se desprendían florecitas blancas, que formaban alfombra en los corredores del parque.
Me dijo que iba a ejercer el derecho al voto, como correspondía a todo ciudadano, y que su preferencia, aunque era algo privado, la iba a compartir conmigo.
“Voy a votar por el doctor Jaime Fernández – afirmó-, consciente de que no tiene ninguna oportunidad de ganar”.
De ese doctor Fernández yo conocía poco. En esos días se había convertido en el principal dirigente del partido de García Godoy, tras la muerte de este último. Después confirmé que era un hombre honesto.
“La vida me ha enseñado, querido amigo, que la principal conquista del hombre es poder dormir con la conciencia tranquila. Por el único candidato que yo votaría y luego me fuera a la cama sin remordimientos es por el doctor Jaime Fernández. Es un político honesto. No lo conozco personalmente, pero esos son los informes que tengo.”
Agarró el bastón con firmeza, como si estuviera blandiendo la daga, y agregó: “Con esto me cuido de los abusadores aquí abajo”. Y apuntando hacia arriba, dijo: “Y allá en los cielos, de ese Dios que todo lo ve y que a su tiempo nos juzgará”.
Don Perico abundó acerca de las consecuencias de las malas elecciones de los pueblos. De la inconsciencia de la gente al ejercer el sufragio.
Nos despedimos sin promesas de volvernos a ver. Tal vez a sus ochenta años todo próximo instante es incierto, y la única verdad es el eterno presente.