(Cuento inédito)
Se quedó mirando por largo rato el revólver encima de la coqueta. Era un calibre 38 de cañón largo. Mientras Fausto Rosario observaba el arma, reflexionaba sobre su vida, el vacío que lo ahogaba, el destino incierto al que tenía que enfrentarse diariamente en ese mundo de miserias, de rutinas insostenibles, donde los días pasaban siendo uno el reflejo del otro. Arrastró durante años dolor y sufrimiento. Se acababa de poner el uniforme de policía, limpio, nítido, y se roció la colonia por el cuello. Se encajó el arma, se ajustó el kepis, mirándose al espejo.
Dos días después de cumplir veintiséis años estrenaba su raya de cabo. Cinco años largos había esperado para el ansiado primer ascenso. Su madre lo cuidaba con todo el esmero que podía, junto a otros tres hermanos menores, dos varones y una hembrita, huérfanos estos últimos de un padre que había sucumbido a los estragos del aguardiente. Durante quince años, desde que vinieron del paraje El Corozo en el sur profundo, habían vivido ahí en el barrio El Conquistador, en la misma casa humilde donde ocupaban dos piezas, en ese barrio sin destino posible, al amparo de una disciplina materna que estiraba con sangre hasta el mínimo centavo. Su padre había abandonado a su madre y ella se trasladó con su hijo único a la capital. Allí se juntó con un hombre que murió tirado en el arroyo. Los niños varones, entre diez y quince años, alternaban su asistencia a la escuela, en el mismo barrio, con trabajos en la calle: venta de periódicos, un balay de canquiñas.
Cuando salió a la calle para dirigirse al cuartel general, se encontró en la esquina con su primo hermano Antonio Patrocino que, sentado en un banco en una pequeña plaza que estaba por allí, parecía muy sumergido en sus pensamientos. Ambos habían venido juntos del mismo pueblo y eran muy amigos y tenían la misma edad. Antonio vivía en casa de una tía, unas calles más arriba de la casa de Fausto, y al igual que éste sufría de una aguda opresión. “Hola, Antonio, qué haces”. “Nada, aquí pensando, mientras te esperaba”. “¿En qué piensas?”. “En las cosas de la vida. Vengo de casa de Tomasa, me coló café y me leyó la tasa”. “¿Y qué te salió, además de la rima?”. “La misma mierda de siempre”. “Nos vemos esta tarde, cuando venga del cuartel”. “Nos vemos, primo; tenemos que concluir sobre lo que hemos venido hablando en los últimos días”.
Por la tarde, a la cuatro y media, se encontraron en la misma plaza donde se habían visto en la mañana. Se fueron a la casa de Fausto Rosario, éste cogió una lata de agua que su madre le tenía preparada, se dio un baño en la caseta que había en el patio, que servía de baño y de sanitario a la vez para toda la cuartería, se puso ropa de civil, se ocultó el revólver por debajo de la camisa y salieron al barrio, que olía a orines rancios, a caca seca, a mugre, a agua podrida posada en hilos verdinegruzcos en los contenes rotos. Caminaron por la calle que va al río. Los abrasaba un calor insufrible. “¿En qué has pensado, Antonio?” “Ya tengo el lugar y el hombre”. “¿Dónde?”. Se sentaron muy juntos sobre una piedra enorme, cerca de la orilla del río. Miraban para los lados temerosos de ser oídos, a pesar de que no había nadie al alcance de sus vistas. Estaban tramando un plan. ¿Quién convenció a quién de que debían dar ese paso peligroso? Ninguno, en realidad. Ambos estaban conscientes de que tenían la obligación de salir de ese estado de miseria en el que se encontraban entrampados. Ese era su tema diario, bien argumentado.
Eran jóvenes que habían cultivado la lectura. Discutían, analizaban, reflexionaban sobre lecturas comunes. Uno de los personajes de la literatura que más les llamaba la atención era Raskolnikov, aquel héroe de Fedor Dostoyevky, tan trágico, tan conmovedor, de la novela “Crimen y castigo”. Le criticaban a Raskolnikov el haber tenido que llegar al crimen, después de ser motivado por razones entendibles. En todo caso, analizaban, si se vio obligado a cometer el asesinato, tenía que tener valor para resistir las consecuencias morales, no aflojarse ante el crimen consumado. El razonamiento que llevó a Raskolnikov al hecho, tenía que darle valor para enfrentarse a la persecución de las autoridades, no a doblarse por razones éticas. ¿Qué son las autoridades si no el cuerpo represivo de los poderosos? La única redención posible a la que tenía que acudir Raskolnikov era al olvido sin remordimientos y a cumplir para su bien y el de la sociedad los objetivos que lo motivaron a robarle a una avara, parásita irredenta, cucaracha sin derechos de ninguna especie.
Así discurrían los días de los dos jóvenes, dándose valor, justificando la acción que estaban planeando. Los sentimientos de culpas anticipadas, la posible cárcel y sobre todo la vergüenza ante su madre y el abandono en que ésta quedaría junto a sus hermanitos, detenían por momentos el impulso razonado de Fausto Rosario. Trataba de no transmitirle sus sentimientos de duda a su primo, pero no dejaba de percibir en él, en ciertos silencios, un dejo de ansiedad, algo mortificante.
“Me dijiste que has hecho las investigaciones de lugar, primo. ¿De quién se trata?”, le preguntó Fausto. “De un comerciante de la peor calaña. Usurero, contrabandista, de la alta sociedad; hace toda clase de negocios sucios con funcionarios del gobierno: recicla las mercancías que les vende a sobreprecio. Las transacciones las hace en su propia casa. Alguien que ha hecho negocios con el sujeto me lo ha informado. Mi informante está dolido porque lo engañó”. “¿Cómo tú consideras que debemos actuar?” “Me he dedicado en los últimos días a investigar la casa. Llega con su mujer a eso de las ocho de la noche en su Mercedes y el chofer se va al rato. Su mujer es una rubia árabe, tan usurera y comerciante como él, se encierran y no vuelven a salir. En la casa trabajan dos sirvientas, que a esa hora están ocupadas en la cocina preparando la cena. Tienen dos niños de doce y catorce años que siempre están encerrados en sus cuartos. Salen cuando llegan sus papás y enseguida vuelven a encerrarse. Oye lo que he pensado. Tú me harás las observaciones de lugar. Pero antes te quería decir que estoy a punto de conseguir un fusil Cristóbal, que no sirve pero que si se limpia y se lustra puede aparentar como bueno. Es una de esas armas de cuando la revolución de abril que alguien escondió y que terminó oxidándose en el fondo de un aljibe abandonado, al menos servirá para asustar”. “Coño, primo, tremendo trabajo”. “Oye ahora cómo yo creo que debemos entrar a la casa. Cuando el chofer se vaya, penetramos por la marquesina hasta el fondo, por ahí se entra a la cocina, encañonamos a las sirvientas, las amordazamos con tape, las amarramos e inmediatamente vamos a la sala o a la habitación, donde sea que se encuentren los esposos, y los obligamos a que abran la caja fuerte.” “¿Nos cubrimos la cara?” “No es necesario. Del susto que se van a llevar, se olvidarán para siempre de nuestros rostros. Además, con estas caras de mulatos nosotros nos parecemos a todo el mundo. Necesitamos conseguir una motoneta, de esas de mudanzas que se alquilan en el Mercado Nuevo, en la cual vamos a llegar y a escapar.”
Pasaron tres semanas en las que se reunían todos los días, siempre a eso de las cuatro y media de la tarde. Generalmente se metían al cuarto de Fausto, donde se trancaban con llave con el pretexto de estudiar inglés. Finalmente, cuando ya tenían todo preparado consideraron el día y la hora más conveniente para actuar. Habían comprado un estuche de violín para meter el fusil Cristóbal, el cual había quedado como nuevo, así como un bulto para trasladar el dinero. Considerando los posibles riesgos, Fausto Rosario razonó que una vez en el barrio con el dinero, sería imposible dar con ningún rastro de ellos, debido a que como no tienen ficha, aunque el comerciante denunciara el hecho a la policía, ésta lo que haría es enseñarles todo el muestrario de fotos de delincuentes fichados. La policía no pasa de ahí, salvo que los perseguidos cometan errores elementales.
Fue así como llegó el tan ansiado día en que la trama se iba llevar a cabo. Habían planificado todo con meticuloso orden. Sus elucubraciones y fantasías con la fortuna que conseguirían eran muy grandes. Habían determinado que esconderían el dinero en el cuarto de Fausto, en el fondo de una caja de herramientas de doble división que él tenía a buen resguardo con un candado y a la que le pondría otro candado más. Se comprometieron a no ponerle la mano ni a un centavo hasta por lo menos dentro de seis meses. De esa forma escamotearían otra de las tácticas policiales, que consiste en husmear en los barrios pobres averiguando en las barras quién está gastando más dinero de la cuenta, valiéndose además de los cueros y chivatos que tienen a su servicio distribuidos en todos los barrios.
Fausto Rosario tenía ese martes libre. Había cobrado su miserable sueldo de cabo y se lo entregó casi completo a su madre. Pensó que de ahí en adelante las cosas serían diferentes. Su madre le guisó un pollo para el almuerzo, que compartió con su primo. Fausto estaba indistintamente feliz y triste, y con una intranquilidad que no escapó a la observación de la madre, que le preguntó qué le pasaba. El la abrazó y le dijo que nada. Miró a su alrededor y pensó que ese estado de necesidades en que vivían su madre y sus hermanitos estaba a punto de cambiar. Ese era su sueño. Otro de sus sueños era casarse y tener familia, cosa que había postergado para no abandonar a su madre.
En la prima noche tenían todo preparado. La motoneta respondía bien. La habían probado durante el día. Había llegado la hora. Patrocino conduciría la motoneta. Con mucha cautela, sin violar ninguna ley de tránsito, se dirigieron del barrio al escenario de los hechos. Ahí estaba, soberana, la residencia del acaudalado comerciante. Esperaron en una calle cercana a que apareciera el Mercedes. Fausto miró su reloj de pulsera; ya eran las ocho. Al rato entró en la marquesina el hermoso carro negro. Veinte minutos después el chofer prendía su motorcito honda aparcado dentro del jardín y se iba por la avenida hacia arriba. El biscocho estaba servido, sólo había que tomarlo y saborearlo.
En el momento en que le metió el cambio a la motoneta para dirigirse a la casa, vieron que un carro entraba a la marquesina, del que se desmontaron dos hombres. Los vieron entrar por la puerta de la sala. Parecía que los estaban esperando. Fausto Rosario se estremeció del susto. Esperaron cerca de media hora, y en vista de que los dos hombres no salían decidieron retirarse, para no despertar sospechas. “De seguro esos entraron a hacer una transacción de negocio sucio. Hemos tenido suerte”, dijo Patrocino. Y agregó: “Por poco nos encontramos con esos hombres ahí adentro”. “Dejemos esto para otro día”, dijo Fausto. “Sí, dejémoslo para otro día”, le contestó Patrocino. Y, extrañamente, ambos jóvenes se mostraban felices por haberse frustrado el atraco.
Regresaron al barrio, y como si fueran a celebrar su liberación de la cárcel, se metieron a una barra a beberse un pote de ron Se habían quitado un gran peso de encima. Sin comunicárselo con palabras, ambos parecían estar de acuerdo en que no volverían a intentar el asalto. “Y ahora, Fausto, ¿qué voy a hacer?” Había impotencia y desesperanza en su expresión. “Engancharte a la policía, después veremos”. “Mañana mismo hacemos la diligencia”. Ahí estaba el barrio, vibrante y podrido dentro de sus miserias: un centauro que los esperaba para devorarlos.